miércoles, 26 de junio de 2019

Cucarachas



Diego tendría que haber sido plomero o veterinario, como le decía el tío Alfonso.
―Te llenás de plata, pibe ―repetía su papá postizo entre mate y mate―. La gente te llama cuando está en problemas, y vos los sacás del apuro. Te llenás de plata.
Cuando Diego cursaba preescolar, la madre murió. El padre, lleno de deudas, generadas por esa enfermedad cruel, se escapó para siempre. Y él, sin siquiera tener seis años, quedó bajo el cuidado de la abuela. Y el tío Alfonso se vio en la necesidad de convivir con el sobrino. No compartían muchos momentos, pero el gordo aquel encontraba la manera de guiarlo en su curiosa concepción del amor familiar:
―Dale con las pinturitas vos. El arte… el arte. A ver cuánta comida te compran esos mamarrachos, ¿eh?
Y se quedaba mirando a un Dieguito chiquito, a un insectito chiquito que apretujaba contra el pecho sus propios dibujos, armando barreras de papel para contener las lágrimas.

Con el tiempo, Diego aprendió a dibujar y también a confiar en sus propias habilidades. Dejó de oír tanta cizaña del tío, esos misiles que el gordo mandaba por debajo de la línea de flotación, o los que llovieron luego en la adolescencia, cuando él decidió definitivamente su vocación por la pintura.
―No lo molestes a Dieguito, que es un sensible ―le murmuraba Alfonso a la abuela, con cara de cordero degollado, a la hora de comer. Y era que él, absorto, se pasaba las horas hojeando las reproducciones amarronadas de la Pinacoteca de los genios. Sus primeros contactos con los clásicos de la pintura surgieron de esos fascículos. El abuelo los había comprado hasta su muerte, y Alfonso ―vaya a saber por qué polícroma superstición― continuó con la tradición de acumular papel pintado en el galponcito del fondo.
Pero no tuvo en cuenta un detalle: para Diego, no se trataba solo de papel pintado.

Un día el tío partió. Si hubo alguien que no se entristeció con esta ausencia, fue Diego: liberado de las críticas, pudo expresarse a sus anchas.
La abuela lo acompañó durante el final de la adolescencia y los años de academia; lo cobijó bajo su ala protectora hasta partir también, dejándole en herencia una pequeña fortuna y, sobre todo, el piso donde él instalaría el estudio. La abuela había hecho la vista gorda en los “episodios complicados” de Diego ―si bien no podía decirse que era su preferido, no había otro pariente a quien consentir―, y fue su sostén durante el tratamiento ―cuando los “episodios complicados” se complicaron más de la cuenta― hasta la salida definitiva de la granja.

Veinte años después de su partida, el tío Alfonso volvió.
Era agosto del 99. Una neblina persistente retrasaba la aparición del sol. Los porteños debían estar fabricando excusas para permanecer en la cama unos minutos más. El tío Alfonso, en cambio, fiel al que fuera su estilo, desafiaba el tornillo con la camisa abierta hasta el ombligo. Caminaba lentamente por la habitación ―las manos atrás, la boca en una mueca extraña: no la misma de cordero degollado que usaba antes de partir, sino otra, más siniestra―. Miraba las telas manchadas. Las miraba con asco. Y dijo, con no menos asco:
―¿Así que estuviste todos estos años en… en esto?
―Hola… ¿no? ―replicó Diego―. Buen día, sobrino. O algo así, ¿no? Para empezar, ¿no? ―Se levantó después de desengancharse las sábanas. Temblaba. Acaso más por la bronca que por el frío. O por el miedo: estaba cagado en las patas de verlo aparecer al otro, al tiíto del alma. No era buena señal. Ninguna buena señal que cayera de visita. Y así, y después de tanto tiempo.
Diego intentó no prestarle atención al indeseable y dejó que Alfonso se moviera a sus anchas por el estudio. Al ignorarlo, tenía la ilusión de que aquel gordo pedorro decidiera marcharse como había llegado. Él debía retomar el trabajo: el compromiso de una exposición en cinco semanas lo apremiaba.
Se lavó la cara en la pileta de la cocina, prendió un cigarrillo y se sentó a sacarles punta a los lápices con el cutter: un ritual de inicio que muchas veces ayudaba a la inspiración. A sus espaldas, Alfonso disparó un amable comentario sobre el desorden, y Diego se estremeció. La hoja de acero partió el lápiz y abrió un tajo profundo en la yema del índice de la mano izquierda.
Pero Diego no sintió nada.
Un segundo después, desde el surco que interrumpía los pliegues de la huella dactilar y se hundía en la carne, salió un líquido liviano: con un cosquilleo borboteó alegre la sangre.
―Siempre fuiste medio torpe vos. ―El tío miraba desde el otro lado de la mesa.
Diego no levantó los ojos de la herida: ¿para qué responderle a un aparecido?
Las gotas se acumulaban, formando un charco sobre el papel. Un ritmo de tambores acompañaba el goteo. ¿Podía la sangre golpear con tanta fuerza al caer? ¿O era él quien se aturdía con los latidos de su propio corazón? Acaso el tío Alfonso se hacía el gracioso, golpeando el piso al compás del goteo. Cuando el flujo se detuvo ―una lágrima aburrida de su propio llanto―, los tambores cesaron.
Diego se ató el dedo con un trapo y volvió a observar la mancha roja que ocupaba el centro de la lámina. El óvalo perdió brillo, y fue pasando del carmín inicial a un marrón cada vez más oscuro.
El tío también miraba. O se había esfumado, quién sabe. Hipnotizado, Diego seguía la metamorfosis de su propia sangre. Se formó una costra, un bulto quebradizo. El bulto se arqueó en los extremos y se separó de la superficie con un chasquido. Por un lado y por debajo de ese rojizo arco, se extendieron diminutas antenas y patas. Después de un brevísimo temblor, nacía una cucaracha.
La cucaracha corrió hasta un extremo de la mesa, y sin vacilar saltó al suelo y desapareció en la oscuridad bajo la mesada. En la hoja sobre el tablero quedaba un sello críptico: los vestigios rosados del parto del bicho.
Diego no quería pensar. ¿Volver a esto de nuevo, con tantas cosas por hacer?
Por favor, Dios mío, por favor. Otra vez no.
Oyó al tío silbar en el baño.
Cazar de una las pastillas del botiquín, pensó. O mejor volver al trabajo. Sabía que bajo el efecto de las pastillas no podría pintar. Pintar sí ayudaba.
―¡Un trabajo de verdad! ―gritó el gordo infame desde el baño―. Eso es lo que necesitás. Con estas boludeces te ponés más raro todavía. A ver: nombrame a un artista que sea un tipo normal… ¡a ver!
Por qué no podía callarse ese gordo hijo de puta. Las mismas palabras de siempre retumbando en la cabeza de Diego.
Aplacó el temblor restregándose las manos. Pintar, pintar y no pensar en el tío.
Ni en la cucaracha.


La tarde voló en un frenesí de telas, caballetes y bocetos.
―¿Vos no morfás, pibe? ―Alfonso se rascaba la panza y miraba la  calle de árboles desnudos, al otro lado del ventanal.
Diego había perdido la noción del tiempo. Era de noche. ¿Qué hora? Después de las doce, seguro.
Dejó a un costado el dibujo. Supo que más tarde lo descartaría definitivamente. Y corrió escaleras abajo hasta la calle.
Por Santa Fe, un colectivo pasó bramando. A esa hora, no seguía abierto más que el quiosco de la esquina. Caminó apurado, tembloroso: no había tenido en cuenta el abrigo, y hacía un frío de película. Se acordó de El resplandor.
Compró unas Don Satur saladas y sacó un café de la máquina. Cuando volvió a subir al estudio, apenas le quedaban algunas migajas del paquete.
El sueño lo tumbó en el colchón, a un lado de la estufa.

Cientos… más que cientos: miles, miles de patas le recorrían las arterias. La picazón le resultaba insoportable.
Se incorporó. Transpiraba. Se sentía atontado, borracho. Aún sin acabar de salir del sueño se frotaba los brazos frenéticamente. Un ardor le subía de la herida en el dedo hasta el codo. Miró por la ventana: noche cerrada todavía. ¿Las tres, las cuatro de la mañana? Tal vez.
Pensó una vez más en las pastillas en el botiquín del baño, pero de las otras, las rosaditas que lo ayudaban a dormir. No, mejor no, mejor narcótico sería volver al tablero. Encendió el velador.
El dibujo de la noche anterior no le pareció tan malo. Lo completó. Lo pasó al lienzo en escala y hasta compuso algunos colores que le darían vida.
El tío debía estar ocupado en otro lado, o se habría aburrido de verlo trabajar tanto, porque no dio la más mínima señal en todo ese rato.
Diego volvió a acostarse, exhausto, varias horas después. El sol ya entraba de lleno por la ventana.
Se despertó al atardecer. Como hacía tiempo no le pasaba, sintió ganas de salir a la calle. Del tío, ni noticias. Y de su cucaracha, menos. Muy probablemente estaría escondida con sus parientes, en los cientos de rincones oscuros del estudio. La herida en el dedo había evolucionado a un surco morado. Podía salirse bien de ésta: sin tener que pasar por la mierda del tratamiento. Él podía ordenar solito su cabeza y terminar la exposición. Y demostrarles a todos su talento.
Un rugido de su estómago interrumpió el pensamiento: habían pasado días desde la última comida digna.
Cruzó al comedor enfrente. Se sentó a un costado, y devoró un plato de ravioles con tuco, un flan mixto y tres cuartos de vino tinto de la casa. Y hasta miró el final de Racing-Boca mientras jugaba con un escarbadientes. Subió con dificultad las escaleras y se tiró en la cama, sin sacarse las zapatillas.

Aparecía en una fiesta. Invitados ―copas en mano― se sonreían falsamente mientras caminaban de aquí para allá y se agrupaban en los pasillos. Todo el mundo parecía feliz. Diego reconocía sus propias pinturas dispuestas en los lugares principales de esta galería. Alguien se acercaba ―un encargado, el dueño del lugar, algo así― y con gesto ceremonioso le entregaba un premio a él, a Diego, al pintor oculto finalmente un merecido reconocimiento. Otro personaje ―un crítico de actitud soberbia― lo felicitaba ampulosamente, porque Diego realmente había logrado que sus trabajos cobraran vida. Se sentía halagado, pero cuando giraba para mirar sus propias obras, se encontraba con que algo no andaba bien. El dinamismo de las imágenes no resultaba de un logro de la técnica pictórica: las telas estaban realmente vivas. Lo que daba ese brillo particular a las imágenes era el movimiento de miles de pequeños organismos coloridos.
Los invitados no se daban cuenta, pero de esos bichos surgía el reflejo azulino de la luna o la caricia del viento sobre los árboles. Maravillado y espantado por este descubrimiento, él intentaba comprobar si alguien más percibía el engaño. Nadie ahogaba un grito de terror, ni señalaba acusadoramente las pinturas. Sin embargo, él sabía que la situación no iba a sostenerse por mucho tiempo. Debía llevarse los cuadros, volver al estudio, esconderse.
Cavilaba en esos pensamientos cuando aparecía el director de la sala de exposiciones ―¿O era un museo, una iglesia, un estadio de fútbol? No estaba tan seguro―. Agitado, el director le informaba a Diego que acababan de comprar el cuadro principal de la muestra. Él giraba en la dirección que el otro señalaba: una mujer descolgaba su nueva propiedad. Con esfuerzo, la pequeña señora cargaba la gigantesca representación de una tormenta en el mar, con los tentáculos de un furioso monstruo insinuados en la espuma y los bordes de las olas. La mujer, que parecía la abuela pero no podía ser la abuela ―porque la abuela le tenía terror al agua y mucho más al océano― lograba equilibrar el peso del enorme marco que contenía la tela, mientras forzaba una sonrisa a los otros invitados.
Él necesitaba recuperar el cuadro: la vieja iba a darse cuenta de los bichos moviéndose en la tela. Pero no podía llegar hasta ella: el piso, viscoso de pintura fresca, iba deshaciendo sus zapatos y comiéndole los pies.

Alfonso, sentado en cuclillas al otro lado, lo miraba revolcarse en la cama:
―Soñás fulero, vos, ¿eh?
―¿Por qué no me dejás en paz?
―Digo, nene. Por ahí tenés que hacerte ver el bocho, que te ajusten alguna tuerquita. ¿No te parece?
Diego enfrentó la pared y cerró los ojos con fuerza.
No de nuevo. No, por favor. Dormir sin sueños y empezar de nuevo. Por favor, por favor, por favor.

La cucaracha volvió al tercer día. La vio acercarse al atril: desde la cocina vino caminando despacio. Fue justo el día en que él logró volver a sentarse a la mesa de trabajo, a pesar de la cháchara de Alfonso sobre la necesidad de encontrar “un laburo de verdad”. La cucaracha continuó su camino hasta detenerse a un lado de Diego.
Se quedaron los dos así un rato: ella mirando el cuadro, él mirándola a ella.
Pensó en aplastarla, pero supo otra cosa: esa era su cucaracha, no podría hacerle daño. Le acercó una mano, y ella se subió. La dejó sobre la mesa. Sintió pena por esta fabulosa creación: debía sentirse muy sola en el rincón bajo la mesada. Encontró los restos del paquete de galletitas y formó un montoncito de migas sobre el papel celofán. Ella inspeccionó la comida con sus vibrátiles antenas, volvió una mirada agradecida al enorme padre y permaneció a su lado hasta el anochecer.
Pasada la medianoche, cuando él guardó los borradores en la carpeta y apagó la lámpara, la cucaracha volvió a su escondite.
A la mañana siguiente, lo esperaba paseándose entre crayones, lápices y pinceles. Diego aprovechó que Alfonso no estaba y, sin más vueltas, se clavó el punzón en el pulgar de la mano derecha. Le dolió. Nada que ver con el corte accidental de la navaja.
Brotó la sangre, y él se inclinó. Hizo oscilar el pulgar delineando en el aire ochos hasta formar en el piso un dibujo mínimo y muy rojo.
Al rato surgió una nueva cucaracha. En lugar de correr a esconderse, fue caminando despacio al encuentro de la otra. Los insectos se saludaron con las antenas y volvieron a mirar a su creador.
Acodado en la mesa, Diego intentó fijar los rasgos ínfimos de las cucarachas, del mismo modo en que un padre registra a su crío para no confundirlo con otros recién nacidos.
Los bichos volvieron a mirarse entre sí. Lentamente se deslizaron de nuevo bajo la mesada.
Un refugio para dos, pensó Diego. Y lo inundó una sensación poco común en él, de calma.


No volvió a verlas por varias semanas. No quiso preocuparse por ellas.
Estos bichos sobrevivirían a un ataque nuclear, pensó. No hay motivo de alarma.
Y sí, estarían ocupadas con sus cosas.
Y se dedicó de lleno al trabajo.
El que no desapareció del todo fue el tío, si bien ―tal vez ofendido por la forma en que Diego lo ignoraba totalmente― hablaba cada vez menos. Eso sí: a veces al atardecer y también en alguna madrugada, Alfonso se ponía a girar alrededor de Diego y le movía las cosas, carraspeaba o soltaba un largo silbido. Hacía todo esto para llamar su atención, en un gesto casi educado. A la mirada de Diego, el tío pedía salir a comer, o aunque más no fuera a dar una breve caminata. Él accedió a algunos de estos pedidos, con tal de callarlo y poder volver con más ímpetu al trabajo.
Para la muestra restaban solo un par de semanas, y llamaron de la galería para coordinar el retiro de los cuadros. Diego pidió un par de días para algunos retoques.
Retoques, retoques… ¡faltan cuatro telas aún sin empezar!
Cuando cortó la llamada, reaparecieron las cucarachas. Se acercaron hasta formar quietas, a un lado de Diego. Desde el suelo contemplaban la tela en blanco sobre el atril: él no había podido trazar una sola pincelada en todo el día.
Intentando no asustarlas, descolgó el marco y lo dejó en el piso. Las cucarachas se subieron ágilmente, y él volcó un poco de pintura verde. Los bichos pasaron sobre la mancha y recorrieron el lienzo dejando caminos pequeñísimos de patas y salpicaduras. Jugaron así unos minutos y se volvieron a él. ¿Qué le pedían?
Eligió un color, y luego otro. Se los mostraba a ellas intentando descifrar sus deseos. Pero las cucarachas no se movían. Querían otra cosa.
Diego vaciló un instante. ¿Sería eso lo que faltaba? ¿Podían, esos bichitos minúsculos, tener tan claro lo que él apenas percibía del arte? Entonces…
―¡Un tercero ―dijo, exultante―, lo que necesitan es un tercero! Es que con dos es fácil y a la vez monótono, superficial. Para que haya conflicto, verdadera vida, arte, hace falta un tercero que rompa el juego de espejos.
Agarró de nuevo el cutter y se abrió la palma de la mano izquierda. Dejó caer la sangre sobre la tela, a un lado de la pareja de cucarachas. Antes de que se secara, dio forma a la mancha con el pincel: trazó la curvatura del exoesqueleto, las finísimas antenas, la pose clásica de tensa expectativa. Trabajó rápido con este material tan poco maleable, y estuvo bastante conforme con el resultado. Aunque no podía pensarse en una pintura realista, había logrado una representación bastante acertada, una especie de cucaracha total.
Con movimientos cautelosos, las dos se acercaron mientras se secaba la tela. Pero algo no funcionó: el insecto-imagen simplemente siguió ahí, limitado a la pose estática. La tercera hermana nunca se desprendió, ni movió siquiera una de las antenas. Diego se unió a las otras, y los tres se pegaron a la imagen. Esperaron un buen rato.
Nada sucedió.
Las hermanas miraban al creador exigiendo una explicación. Él se alzó de hombros en señal de incomprensión y, con una mueca, intentó explicar que había hecho su mejor esfuerzo.
Buscó la tijera en un cajón, recortó la figura y se las acercó. Las cucarachas arrastraron con mucho trabajo a su hermana inválida, ni muerta ni viva, a la oscuridad bajo la cocina.
Diego intentaba contener a sus amigos ―es que ahora tenía amigos, y hasta le parecía lo más natural del mundo tenerlos―. Amigos que le gritaban ofendidos, que lo amenazaban con puños cerrados y señalaban un mural.
El mural, pintado por Diego, representaba al mismo grupo, pero en sátira. Al más grueso se lo veía enorme, sosteniendo en una mano un pollo asado, y en la otra un pedazo de torta. Uno ―abogado seguramente, o usurero―, con fajos de billetes abultándole los bolsillos, sonreía maléficamente mientras se restregaba las manos. Otro tenía cuernos enormes. Se distinguían las ropas raídas de un cuarto. Y así seguían, no menos de diez personajes detestables.
Él no recordaba haber pintado el mural ―ni, mucho menos, por qué lo habría hecho―, pero se veía obligado a dar explicaciones.
―Es una broma ―se le ocurrió decir―. ¿Qué es el arte sin humor?
Los otros no entraron en razones, y avanzaron hacia él. Diego esquivó los primeros golpes y emprendió la huida.
Se perdió por pasillos y escaleras. ¿Recorría una mansión o un viejo edificio? No importaba.  Probaba una puerta: cerrada. La siguiente, también bloqueada. Y seguía corriendo.
¿Por qué no se había quedado en el estudio, con sus colores y pinceles? Tener amigos era una mierda. Ya no podía escucharlos vociferando tras sus pasos, pero la sensación de peligro inminente no cesaba.
Logró abrir una puerta. Y trabarla por dentro.
En la habitación había mucha luz, debía ser por los dos ventanales enormes. No había nada más: la puerta a sus espaldas y las dos ventanas. Apenas podía abrir los ojos, no lograba adaptarse a tanta blancura.
Si solo pudiera oscurecer un poco ese salón y ocultarse de alguna manera.
Algo arañó la madera de la puerta con un sonido tenue pero persistente. Diego aguantó la respiración para escuchar mejor. Nada, no oyó nada.
Soltó el aire, inspiró otra vez. Con el siseo del oxígeno entrando y saliendo ―con la agitación, con la asfixia―, volvió el ruido.
Contuvo otra vez, y el sonido paró. Volvió a respirar, y de vuelta oyó algo ínfimo rayando del otro lado, una pata de insecto tal vez.
Después de varios amagues, tomó coraje y abrió la puerta.
Una montaña de bichos se derramó sobre él, un Sahara de translúcidos cuerpitos crujientes.
Se incorporó de un salto, y tardó una indecible eternidad en desenmarañarse de la sábana. Había pasado la medianoche, y no se oía más que el latir del cartel luminoso desde la calle.
Esto tiene que terminar, pensó.
¿Volver a la granja, a las sesiones grupales interminables, a la imbecilidad de los terapeutas? Ni loco.

Caminó hasta la cocina levantando los dedos de los pies: le ardieron las baldosas de puro hielo blanco.
Encendió la luz. Le costó un momento adaptarse.
Comprobó que nada se movía en el suelo y los rincones.
Recordaba el insecticida aerosol en alguno de los cajones vacíos del viejo bajo mesada. Lo encontró, lo sopesó: estaba lleno.
Estiró el brazo y ensayó un disparo, pero no presionó el gatillo: le temblaba el pulso. ¿Serviría de algo todo este circo?
―Por supuesto que sí ―se respondió.
Le serviría el circo del mismo modo en que les sirve a los alcohólicos vaciar la botella en el inodoro, o a los fumadores desechar un atado completo. Un gesto para poner punto final a la locura: decir hasta acá.
―Dale, pibe. ―Alfonso se restregaba los ojos en el vano de la puerta―. ¡Por fin algo sensato en esta casa! No podés vivir rodeado por esos bichos de mierda.
Si antes no estaba convencido de lo que iba a hacer, con la aparición del tío la cosa se ponía todavía más rara. Pero ninguna de las decisiones que había tomado en su vida lo había convencido del todo. Por qué esta debía ser la excepción.
Deslizó el mecanismo de seguridad, inspiró profundamente y aguantó. Cerró los ojos mientras estiraba el brazo.
Volvió la imagen del sueño: la habitación blanquísima, la marea de bichos muertos ahogándolo…
Apretó el gatillo y roció con veneno bajo la cocina y en los zócalos. Soltó el aire y el pulsador. Volvió a llenarse los pulmones ―aguantó la tos― y siguió pintando por encima del mueble: los bordes y recovecos de la mesada, detrás del horno.
Se alejó de la nube pestilente retrocediendo de espaldas, respirando otra vez. En verdad no esperaba que sucediera algo, pero tampoco sabía qué esperar.
―Ahora sí que no van a joder más esos bichos ―concluyó Alfonso―. Con tanto flit, casi me matás a mí también.
Ojalá pudiera, pensó Diego. Y volvió a echarse sobre el colchón pelado, con la mente en blanco. Cerró los ojos y se durmió.

Se despertó al amanecer. Una ducha rápida eliminó los últimos vestigios de veneno. Encontró una camisa limpia y unos zapatos. Camino a la puerta vio la colección incompleta, pero no lo preocupó la exposición: habría tiempo para pintar después, o podría llamar para cancelar todo.
―Hoy empieza otra vida ―dijo.
Salió. Compró el diario. ¿Cuánto había pasado de la última vez que estuvo en la calle tan temprano? No podía sacar la cuenta.
Ya en el bar de la esquina, se instaló en una de las mesas de la vereda. Iba a pasar un rato hasta que el mozo viniera a molestarlo: en invierno casi no salían. Abrió el diario en la sección de avisos laborales.
―¡Me vas a matar! ―arrancó el tío Alfonso―. Ahora sí me vas a matar pero de la emoción, Dieguito
―Dejame en paz, gordo de mierda ―dijo Diego sin levantar los ojos del diario―. Lo hago por mí, no por vos.
―Está bien, está bien… me quedo acá, muzzarella ―Alfonzo hizo el gesto de cerrarse la boca con un cierre relámpago―. ¿Son buenas las medialunas de acá?
Seguro hay algo que sirva para empezar. Un laburo sencillo. De cadete o administrativo. Saludar todos los días a los compañeros de trabajo. Ver gente normal. Hablar de fútbol. Conocer a una…
Pasó veloz un ciclista, empujando una ráfaga de viento húmedo. El rayo de sol, rebotado en el espejo retrovisor de un taxi, cegó a Diego. Se estremeció y tuvo que dejar el diario en la mesa: cosquilleo en la nuca, ardor en los ojos, picazón en la nariz. Manoteó una servilleta y se tapó la cara justo cuando el estornudo se descargó como un latigazo.
Volvió a abrir los ojos. Del improvisado pañuelo a la mesa, saltaron ―pequeños, cristalinos― dos grillos. Los atrapó ahuecando la mano. Los alzó temblando.
¿Yo… laburar? ¿Tener compañeros? ¿Pintar, pero de verdad pintar? Nada va a salir bien. Me van a llevar otra vez. Pero ahora me van a guardar con los peorcitos: esos que no salen más.
¡Abuela!
Tendría que haber escuchado al tío.
No va parar, ¿no es cierto? No, no va a parar.
Calculó el momento en que el camión recolector cruzaba a toda máquina la esquina y se lanzó a la calle justo delante.
No hubo frenazo, ni gritos: solo un impacto leve, de lluvia. El conductor encendió el limpiaparabrisas.
―Bichos del demonio ―suspiró el chofer―. Acabo de limpiar el vidrio.
Los bichos, que esquivaron el impacto, se escurrieron por debajo y a los lados del camión. Formaron una nube que fue dispersándose entre los edificios.
Y la esquina fue la mejor obra que un pintor realizara: una pintura viva.

Murder

Murder


Después del primer disparo, la 9mm le parece más liviana. Ernesto sigue gatillando hasta vaciar el cargador.
Con el aroma sutil de la sangre recuerda su primer trabajo. Fue en el 83, también en julio, pero ya hace muchos años. Tal vez demasiados. Esa primera vez… ¿el trabajo fue un político o un sindicalista? Difícil asegurarlo. Lo que sí puede asegurar es que había investigado al tipo. Había dedicado días a seguirlo y a escucharlo. Ernesto concluyó, en ese ahora lejano momento, que el objetivo se lo merecía. Se merecía morir en aquel “derrumbe” del estacionamiento. Y él siguió convenciéndose y aceptando este convencimiento, durante el tiempo que transcurrió entre ese primer trabajo y el segundo.
Después de bajar al siguiente, se dio cuenta de que no importaba si el tipo era un santo o un hijo de puta. Era sólo un trabajo. “Trabajo”, así los llamaban siempre: Tengo un trabajo. Fue un trabajo duro. Trabajo terminado. O la peor de todas: Lo agarraron en un trabajo. Alguien se atrevió a nombrarlo ―en lugar de “trabajo”― asignación, operación, alguna carajada por el estilo. Esos tipos no duraban. Trabajo es trabajo, y punto.
Ernesto conversó alguna vez con un capo a punto de retirarse. Parsimonioso, el viejo le confesó que, llegado un punto, los recuerdos y las imágenes de los trabajos se volvían insoportables.
―Son como pájaros, vos viste; como chicharras: si vivís en el campo, siempre andan cerca y los oís de vez en cuando. A veces hacen un ruido bárbaro y molestan, pero lo mejor es no prestarles atención. ―El viejo se pasó la mano por encima de la cabeza y soltó un chistido, como quien espanta un bicho―. Tenés que seguir. Porque, si parás a prestarles atención, ahí sí que te queman el bocho. ¿Oíste alguna vez una bandada de cuervos? En inglés se les dice murder… a murder of crows.
―¿Qué?
Murder… a murder of crows. Así se llama a una bandada de cuervos. Es porque hacen un ruido de muerte. Murder: asesinato y bandada al mismo tiempo. Qué coincidencia, ¿no?
Sí, el viejo tenía razón: todos esos recuerdos vuelven, la cara del primer trabajo vuelve, aleteando vuelve, graznando vuelve. Y ahí está Igarzábal desparramado en la alfombra, listo para volver cuando quiera.
No lo mires a los ojos.
Pero lo mira.
Con cara de asombro, Igarzábal escruta el techo. Todavía no puede creer que ya esté muerto.
¿Se lo merecerá este? ¿Se merecerá desaparecer este peladito con cara de nabo? ¿Esfumarse como quien se roba a sí mismo para engañar al seguro? Igarzábal es ―bueno… Igarzábal fue― el dueño de un banco. El petiso negociaba fuerte, pero nadie le guardaba rencor. Al menos, nadie hasta el último tiempo. Tenía fama de justo y lo respetaban. Aun con su metro sesenta y esa voz aflautada, todos lo escuchaban: empleados, empresarios, ministros y presidentes. Había hecho buena plata, sin ostentación: ni farándula, ni lujos. Después de enviudar en su primer matrimonio, se casó con una prima lejana; justamente la mujer que atendió a su mujer durante los dos años en que se la fue consumiendo la leucemia. Igarzábal tenía hábitos sencillos, lo que complicaba bastante el trabajo de Ernesto. La única debilidad era su casa. Los días de semana, el viejo despachaba temprano a la guardia privada que le ponía el directorio, y después se movía tranquilo por el country: a veces, iba al gimnasio; otras, salía a caminar por ese parque enorme que ahora él espiaba desde la ventana. Así, todos los días. Los mismos tipos que lo dejaban a la tarde venían a buscarlo a las nueve de la mañana.
Pero siempre pasa: llega un punto en que, de tanto ganar, también te ganás un enemigo pesado. Y da la puta suerte ―el bendito destino―, de que el enemigo que Igarzábal se ganó fue lo suficientemente pesado como para que la maquinita se pusiera en movimiento. Ernesto sabe que él mismo es el producto final de la maquinita. Antes, hay toda una cadena de producción que va transportando paquetitos ―que entran y salen de distintos agujeros―, hasta que un sobrecito llega a él. Y él ejecuta, hace el delivery.
Aunque esta vez lo dudó. Dudó al aceptar el trabajo aunque viniera de una fuente confiable y los datos estuvieran claros. Si tuviera la oportunidad después ―la oportunidad que no va a tener―, diría que dudó porque ya presentía que todo iba a desbandarse.
Inspira por la nariz, profundo, y exhala por la boca con un silbido. Cierra los ojos, disgrega la metralla de imágenes que vienen a su mente.
Logra reconectarse con el entorno. Atiende a su respiración, a sus latidos, al tictac acompasado de un segundero, al viento alborotando el túnel de sauces del camino a la casa.
El silencio es un indicador del nivel del country: acá no se oye el rugido permanente de los autos, como en esos barrios que se amontonan al lado de la autopista. Acá te sentís en otro mundo. ¿Cuánto costará una casita normal ―no este caserón―, normalita nomás: tres habitaciones y un pedacito de verde?
Vuelve a abrir los ojos. Una mancha roja devora el entramado de la alfombra. Levanta uno de los casquillos, se lo acerca a la nariz: ama el olor ácido de la pólvora quemada. Eso necesita: volver a conectarse con lo simple, con la satisfacción de un trabajo bien hecho, con el valor de los detalles. Roza los labios contra el borde de la vaina aún tibia, su boca contra la boca filosa de la vaina.
Recoge los otros casquillos que ve desparramados.
Se aleja del objetivo caminando de espaldas. Comprueba que sus pasos no dejan marcas en la alfombra. Le costó conseguir una igual, pero por algo lo llaman a él: él sí se anticipa a casi todos los problemas. Una alfombra idéntica, de seda y pelo insertado, espera enrollada en la camioneta. Apoya la pistola en la mesa bajo el reloj. La mesa es de una madera rugosa, antigua, donde no quedarán huellas. Y alinea las vainas.
¿Cuatro vainas?
Falta una.
Retira el cargador: vacío.
Mira en la recámara: nada. Deja pistola, vainas y cargador sobre la mesa.
Puede oír su propio corazón acelerarse en un aleteo de huida. Hay que moverse rápido y, a la vez, evitar esos apuros que pueden estropear el trabajo. Resta subir a la camioneta y cruzar dos controles. Fácil es decirlo, pero debe avanzar sin demora para terminar antes de que lleguen los guardaespaldas. Son las ocho: tiene tiempo.
Chorros de transpiración le bajan por la nuca y la espalda. Le quema la cabeza. Tendría que cortarse el pelo, pero le gusta así: crespo y esponjoso, brillando con canas entremezcladas. Lujos que uno puede darse al llegar honrosamente a cierta edad. Pero pensaría en eso después; ahora, al trabajo.
Se acerca al cuerpo de Igarzábal, lo rodea desde distintos ángulos. Se arrodilla y mira bajo los muebles. Nada. ¿Dónde habrá volado la vaina?
Cierra los ojos otra vez, rebobina la escena como si operara un vhs. Ahora deben explicarlo de otra manera, con el movimiento de un mouse sobre la línea de tiempo en una pantalla, o algo así. A él le sirve la imagen de la Panasonic con su traqueteo de resortes y bobinas enrollando la cinta hasta el punto de inicio.
Después de apagar el celular, había empujado la puerta con el hombro. Abrazaba el maletín con la izquierda. La derecha, dentro de ese maletín, empuñaba la Sig con los cinco cartuchos. Después había cruzado el umbral, dejó caer el portafolios ―que aterrizó con un sonido blando―. Se giró y cerró la puerta. Puso una vuelta de llave. Dio cuatro pasos hasta el living. Parado en medio de la alfombra, Igarzábal lo miraba esperando una explicación. Ernesto aprovechó. Con el tipo parado en el centro de la alfombra no perdió tiempo: como quien dice “esperá un minuto”, levantó la mano izquierda enguantada en látex y disparó con la otra. El primer tiro dio en el estómago. Igarzábal se encorvó con un quejido de tos flemosa. Ernesto disparó al pecho ―van dos― y hubo otro tiro ―tres― mientras seguía acercándose. Y después vinieron el cuarto y el quinto, hacia abajo, al cuerpo ya tendido de espaldas: flap, flap, clic, y el chasquido de la corredera. Igarzábal se apagaba sin emitir sonido, panza arriba sobre la alfombra de seda a pelo insertado, la alfombra igual a la que Ernesto había conseguido.
Fueron cinco tiros. ¡Mierda! Sí, fueron cinco tiros.
Abre los ojos y vuelve a mirar la mesa con la pistola desarmada tal como había aprendido a hacerlo en el primer día de entrenamiento: brillaban doradas las cuatro vainas.
Ernesto escucha: muy lento, un auto pasa frente a la casa. Acá todos respetan los carteles: “Máxima 20”, y todos a veinte. El auto se aleja. Este barrio es un país dentro de otro país. Es un país civilizado, dentro de otro que es un caos perfecto. Mira a Igarzábal… envidia a Igarzábal: incluso muerto está mejor que él. ¿Venirse a vivir a un lugar así con la gorda y los chicos? La sola idea de volverse ciudadano de ese país respetable le revuelve las tripas. Entre dientes, recita un viejo poema que mal recuerda. Es el lamento de un hombre roto que sólo desea volver a escuchar la voz de su mujer; es triste, de mal agüero.
Se tira al piso y busca en todos los rincones. Se incorpora, agarra el arma, las vainas y el cargador. Guarda todo en el portafolios y lo deja en el piso, a un lado de la entrada. Mueve la mesa unos centímetros: el casquillo faltante podría haber quedado entre dos muebles. Empuja el sillón, la mesa ratona y da vuelta los almohadones. Nada.


Ana había cacareado como tantas veces mientras peinaba a Elenita para llevarla al jardín:
―Tenés que cambiar de trabajo, Ernesto. ¿Me escuchás? Yo no puedo sola con los chicos, tus viajes y tus cambios de humor. No te veo contento como antes. Andás medio como chiflado, ¿sabés? El otro día dijiste que querías dedicarte a otra cosa. Vos mismo me lo dijiste.
―Mandé mi curriculum, y no me llama nadie. ¡Dejá de cacarear, che!
Ana podía cacarear todo lo que él quisiera, pero tenía razón. Tenía razón, aunque no supiera que a él lo rechiflaba otra cosa. Por más que cambiara de trabajo, por más que recuperara el equilibrio entre vida y trabajo ―o “work and life balance”, como había explicado el experto en el seminario en Atlanta―, lo que a él lo volvía loco era otro cacareo. Un graznido, por mejor decirlo: el grito permanente de los cuervos.


Ernesto vuelve a respirar a la manera de un yogui. ¡Ohm! Los casquillos siempre vuelan en la misma dirección. ¡Ooohm! Si se mantiene el eje durante los disparos, es fácil encontrarlos todos en un mismo lugar. Pero no están todos en el mismo lugar. ¡Falta uno, la puta que lo parió!
Apoya la espalda contra la puerta y camina despacio repitiendo el recorrido hasta el cadáver, una vez más. Y lo repite, una vez más. Y otra. Y en un flash tiene la noción de que en alguno de los gatillazos cerró los ojos, como un principiante.
¿O fue…?
¿O fue el reflejo ante el batir de unas alas negras?


Corre hasta la puerta. Abre el maletín y desenrolla el delantal de hule. Se encaja la cofia de bordes elásticos, cubre con cuidado el pelo y las orejas. Enseguida se acomoda las antiparras y ajusta el barbijo.
Vuelve al cuerpo en el living. La sangre ya se coagula en la alfombra y va trazando un mapa imposible. Desde donde Ernesto lo mira, Igarzábal es una isla escabrosa en un rojo mar.
Lo agarra de un brazo ―el cuerpo ya se enfría―, y lo levanta para dejarlo de costado. Ni un orificio de salida: eso está bien, muy bien; aunque el casquillo faltante tampoco está ahí, debajo del cadáver.
Deja caer a Igarzábal. Mueve el pie, pero lo hace demasiado lentamente y se mancha de sangre el zapato. ¡Son zapatos nuevos! Puta, hay muertos que molestan más que los vivos.
¿Dónde ha escuchado eso? Ahora no importa. Empuja fuera de la alfombra el sofá y la mesa, y enrolla el cuerpo. Cuando planea el camino por donde arrastrar el enorme canelón hasta la camioneta, suena el timbre.
―Señor... ¿está ahí? ―llama una voz en la entrada.
Con tres zancadas sigilosas, Ernesto se acerca a la puerta. Se encaja aun más los guantes, instintivamente: no descarta que deba madrugar a alguien más.
―¡Señor! ―la voz chilla con más fuerza―. ¡Se olvidó otra vez la llave en la puerta y no puedo entrar!
La espía por la mirilla. La sierva ―que llegó temprano, se cayó de la cama la negra esta― se mueve a un lado y a otro, acomodándose los lentes, que se le patinan de la nariz. Y saca algo de la cartera. Un telefonito. ¿A quién va a llamar?
Ernesto abre la puerta y la interrumpe. Oculto tras el barbijo y las antiparras, le habla cortés:
―Buen día, señora. No se asuste. Estamos desinfectando el altillo por problemas con roedores. ―Señala la camioneta estacionada en el frente―. Ratas mordedoras, ¿vio? El señor nos avisó que usted llegaría, pero nunca pensamos que sería tan madrugadora.
Sin perder el gesto severo, la empleada guarda el celular y sonríe:
―Aproveché la fresca de la mañana: hoy va a apretar el calor. Y a mí nadie me dijo que iban a venir a desinfectar.
―Es que hubo algunos casos de leptospirosis en el barrio ―sigue él con naturalidad, mientras la agarra del codo y la “conduce” adentro unos pasos, ya en el hall―. Hasta rabia hay. Por las mordeduras, usted sabe.
Él vuelve a cerrar y trabar la puerta. Disfruta viendo cómo la negra evita mirar el piso. Está aterrorizada la pobre. A lo mejor el barbijo la asusta. Y no sólo el barbijo: con esa cofia y ese guardapolvo de científico loco, seguro que cualquier mina que tenga adelante se le caga encima. Sí: la tipa está bien aterrorizada.
Y la que te espera.
Ella se saca el abrigo y cuelga la cartera en el perchero. Se estira arrugas invisibles del delantal y sacude inexistentes partículas de polvo. Se gira hacia él y le mira los zapatos:
―Me está enchastrando el piso, don. ¿Dónde metió el pie?
Levanta la cara, y su expresión se transforma. Atrás del “fumigador”, puede ver los muebles corridos y la alfombra enrollada.
Ni una palabra, ni un gesto más: Ernesto la despega del suelo de una trompada, potenciada por manopla extraída del bolsillo. Antes de caer al piso, ya inconsciente con el mazazo profesional, la chica rebota contra la mesa del hall. El jarrón chino vuela y se hace añicos.
Me cago en la mierda de este trabajo.
Respira. Intenta respirar. Recuerda las clases de yoga en familia: “Todo lo que se realice respirando bien se encamina hacia buen puerto: la respiración es el viento que hincha las velas hacia tu destino”. Pero qué destino ni destino, si no le entra el aire.
Y en su cabeza crece un graznido, una alarma que él no puede detener.
Pero debe controlarse.
Respirá. ¡Respirá, carajo!
Por el barbijo entra un poco de aire.
Un poco más.
Un poco más.
Puede pensar de nuevo.
Con unos mínimos cambios al plan original, capaz que zafa. Al fin y al cabo, siempre ha demostrado capacidad de adaptación.
La cara de la piba se hincha. Pobre minita, pensar que hasta hace cinco minutos era linda. Ya no importa. Ernesto le aplica una llave al cuello y ―¡crákete!― termina lo que había empezado la broncínea manopla. Revisa la cartera: va sacando un Nokia de esos tan horribles como inmortales, billetera, una caja de forros, un cepillo lleno de pelos, aritos, un anotador con un lápiz encajado en la espiral. Saca la billetera, comprueba los datos de la cédula: Marta Sánchez. ¿Había una cantante con ese nombre… o era actriz? Vuelve a meter toda esa mierda adentro de la cartera. Descuelga del perchero el abrigo, y con él se lía un atadillo para ocultar la cartera de la occisa. Y vuelve al living.
Pasa por encima del cuerpo de Igarzábal, y entra en el estudio. La misión está a un pelo de fracasar, pero hay que seguir: salirse ahora es imposible. Prende la computadora, y de ahí llega a la página web del banco. Hace unos movimientos en la cuenta, cambia la clave y cierra la sesión. Sobre el escritorio encuentra unos papeles autógrafos. Le lleva unos segundos estudiar la caligrafía, será sencillo imitarla. Con la pluma escribe en un bloc de hojas gruesas, y después se la guarda en el bolsillo.
El barbijo lo está ahogando, transpira cada vez más. Pero sabe que debe  aguantar.
Un poco más. Si no fuera por ese batir espantoso de alas entrechocándose, todo sería más fácil.
Vuelve al hall y deja la carta en la mesa junto a la puerta, lugar que fuera del jarrón chino. La porcelana cubre de estrellas el piso alrededor de Marta.

Betty:
Los dos sabemos que esta relación no daba para más. Y es mejor tarde que nunca para intentar ser un poco más felices.
Te dejo todo salvo mi cuenta personal y Martita, que se va conmigo. No me busques. Me fui a rehacer mi vida, y espero que vos hagas lo mismo con la tuya.
Te deseo lo mejor.
Sin rencores,

Juan Carlos

Junta con cuidado los restos del jarrón y revisa los pedazos más grandes, antes de meterlos en la bolsa. En uno de los fragmentos de la base, encuentra una etiqueta en la que se lee: “Para Juanca y Betty, por los momentos (incomprensible)... De sus cómplices en la aventura. Shanghái, Agosto 7 de 2007”. Termina con la limpieza, cierra una bolsa con los desechos del jarrón y mete todo en el maletín.
Al lado de la carta hay un portarretrato con dos parejas; parecen uniformados: viseras, anteojos oscuros, mochilas. Sonríen parados frente a uno de los recorridos de la Gran Muralla.
Ernesto saca la lapicera y agrega una posdata a la carta:

PD: Me llevo también el jarrón, como recuerdo de los buenos momentos que compartimos. Espero que me perdones.

Reconoce que acaba de inventar un final excesivo, pero es preferible sonar un poco extraño a dejar cabos sueltos. El tipo está cambiando radicalmente de vida. Después, la gente se arma la película ella solita: que lo veían actuar diferente el último tiempo, que siempre le gustó la empleada, que quién pudiera hacer lo mismo. Algunas fotos falsas en un aeropuerto perdido, consumos en la tarjeta de crédito bien armados en los próximos días, y tema cerrado.
Sí, todo bien.
Y, si está todo bien, ¿por qué luchar? ¿Por qué estas putas ganas de salir corriendo y dejar todo por la mitad, si sabe que no puede?
―Estas cosas ―dice, al aire― las terminás bien o no las empezás.
Sí: él va a terminar ese trabajo aunque sea el último. Y lo va a terminar aunque sea el último que haga.
Agarra los pies del cadáver de Marta Sánchez. Pobre Marta. ¿Ella se lo merecerá también? ¡Basta!
¡Basta! Foco, por favor.
Tira de los pies y arrastra a Marta hasta la puerta interior del garaje. Vuelve corriendo por el pasillo, pasa el estudio y entra en el dormitorio. Encuentra una valija grande. Selecciona ropa para Igarzábal: camisas de manga corta, pantalones de verano, zapatillas; más algún abrigo, por si refresca a la noche. De la mesa de luz agarra los lentes, la billetera y las pastillas para la presión. Con la valija todavía abierta, pasa por el baño: cepillo de dientes, afeitadora y un perfume. Sigue caminando y va tirando todo adentro de la valija. Deja la valija al lado de Marta. Vuelve al living. No con poco esfuerzo arrastra al canelón-Juan Carlos por el mismo pasillo donde lo espera su nueva amante. La alfombra no suelta ni una gota. Recupera el aliento y controla mentalmente ―una vez más― los pasos realizados y los que faltan.
Es momento: se quita las antiparras y el barbijo, volver a respirar sin barreras es un verdadero alivio. Se saca los zapatos manchados y los cambia por unos del muerto. Abre la valija, guarda los zapatos manchados junto a la ropa de Juan Carlos. Cierra la valija. Mierda. Abre la valija. Guarda los guantes, el barbijo y las antiparras: todo empapado en transpiración.
Falta algo.
¿Además de la vaina?
Sí, falta algo además de la vaina.
No se le ocurre qué. Hay que seguir. Cierra la valija.
Entra en el garaje y cierra la puerta del pasillo, donde esperan Marta y Juan Carlos. Activa la puerta automática y espera a que se abra totalmente antes de salir a buscar la camioneta. La estaciona de culata. Baja otra vez la puerta automática.
Lleva la alfombra de repuesto hasta el living y acomoda los muebles.
Y aquí no pasó nada, piensa.
Y quiere reírse, pero no le sale.
De vuelta en el garaje, carga la camioneta: primero el canelón, después a Marta. La valija, el maletín, la cartera y el abrigo van arriba. Al final, cubre todo con una lona y acomoda por encima unos tarros de veneno.
Sentado tras el volante, visualiza en su mente todas las habitaciones de la casa. Algo falta… debe ser el casquillo, no puede ser otra cosa. No queda nada, salvo esa vaina escondida. Si alguna vez alguien la encuentra, le será muy difícil relacionar ese pedazo de bronce con la desaparición de Juan Carlos Igarzábal y Marta Sánchez.
No se convence. Mira el reloj en el tablero: faltan cinco minutos para las nueve. Nada que hacer, es tiempo de irse.
Inquieto, abre el portón y encara hacia la salida del country.
Llega al primer control. Los guardias se mueven muy lento. Buscan los datos de Ernesto en una lista, miran por la ventanilla los montículos en la caja de la camioneta. Lo dejan pasar después de un minuto. Por el retrovisor, comprueba que un guardia lo sigue mirando mientras él avanza hacia el segundo puesto.
Tal vez podría poner una empresita de exterminio de plagas y desinfección. Para cambiar de rubro. Algo donde aprovechar sus habilidades desarrolladas en todos estos años.
Maneja por el camino principal del complejo. Atraviesa otros caseríos de construcciones idénticas. Es la versión ampliada de una maqueta, de esas que exhiben en las inmobiliarias.
Alcanza el último control.
El guardia contiene una risa al acercarse a la ventanilla. Estos sí que la pasan bien. Un trabajo rutinario, con poca presión. ¿Habrá cumplido treinta años este pibe? Tal vez veinticinco o veintiséis, no más, y debe tener un buen pasar. Y poco estrés.
―Buenos días ―dice el guardia.
―Buenos días ―responde Ernesto fingiendo distracción: busca una estación en la radio―. Vengo de la casa treinta y ocho, del barrio Los Cuervos.
―¿Ajá?
―Sí. ¿Todo en orden?
―No sé, digamé usted.
―Disculpe, pero no lo entiendo. ―La Sig está atrás, muy lejos del alcance. ¿Qué le pasa a este pendejo?
―Digamé… ¿no se olvidó algo?
La transpiración vuelve a correrle por la nuca y la espalda. Piensa en la llave en la puerta, el yoga, el puto día en que aceptó este trabajo. Piensa en alas, en montones de plumas negras y azules, remolinos tornasolados oscureciendo la mañana.
―No. No entiendo su pregunta. ¿Por?
El guardia se señala la cabeza con un lápiz. Ernesto imita el movimiento. Pero no puede tocarse el pelo: no se ha quitado la cofia. Con razón tanto calor. Una distracción mínima, un detalle sin importancia.
Se ríe.
―Tan acostumbrado estoy, que ni me di cuenta. Gracias.
―No hay problema. ―Sonríe a su vez el muchacho con cordialidad profesional, levanta la mano con los dedos rectos y golpea los talones: una venia perfecta.
Ernesto acerca los dedos a la frente, reprime las ganas de responder del mismo modo: esas cosas no se olvidan. Se quita la cofia.
Y algo se le desliza junto con la goma traslúcida de la cofia. Algo que se le desprende del pelo, que golpea contra el borde de la ventanilla y que sale rebotando hacia la calle.
El guardia recoge el cilindro dorado introduciendo el lápiz por el orificio. Habla mientras lo levantaba del pavimento:
―Apague el motor, ponga las manos donde las vea y salga del vehículo, por favor. ―Su voz suena firme: ha sido entrenado para esto. Destraba el broche de la pistolera en la cintura.

Un legado para vos


Para Pepo,
él entiende de números y legados


Un legado para vos


2.874

Todo lo que sigue fue escrito para vos. Aunque no nos conozcamos ni nos hayamos presentado, el hecho de que estas páginas estén en tu poder no es ninguna coincidencia.
Voy a explicarte lo que pasó con aquel viejo y con su legado.
La primera vez que lo vi, él estaba sentado en la Sala de Espera del subsuelo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya sabés: ahí se tramita el apostillado para la presentación de documentos en el extranjero. Me toca ir de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como a los bancos o a la escribanía.
Al igual que todos los que esperábamos en la Sala, el viejo sostenía un pequeño papel plastificado. Yo había pasado por ahí algunas veces, reconocía de vista a dos o tres empleados y algún que otro colega. Pero no al viejo.
De todas maneras, antes de contarte de ese día, del día en que el viejo me pasó el legado, debo explicarte cómo funciona el Sistema. Como repetía uno de los socios de la inmobiliaria ―y fue lo primero que me dijo cuando acepté este trabajo―, “A cada uno le toca su parte, y cada paso tiene su importancia”. Creo que intentaba darle valor a mi puesto, pero no sabía que estaba pronunciando un presagio. Ya vas a entender.
Prestá atención: en la esquina de Arenales hay que entrar por la puerta giratoria, pasar por el detector de metales y también por una breve revisión policial. Después se hace la fila para entregar los trámites en el mostrador. Ahí te dan un pequeño papel plastificado con un número impreso. Mi primer número, el 223 ―si no recuerdo mal―, me desesperó: anticipé una larga estadía en el Ministerio. Ya me había dicho Marta que me cuidara en esos encargos: uno sabe cuándo los empieza, pero no sabe cuándo va a poder zafarse. Me dijo algo así, que escrito de esta manera parece la cosa más cotidiana de este oficio. Pero sonó más dramático, con esa voz que usa para contar historias de la época en que ella se encargaba de este trabajo. Ante esos relatos, uno se la imagina como el correo del Zar. Una Miguela Strogoff jugándose la vida en el frente de batalla.
Esa primera vez en el Ministerio, mientras protestaba contra la suerte, una voz que provenía del altoparlante se dio a escupir cifras sin orden ni correlación alguna. Mediante rudimentarios cálculos, traté de entender por qué el 138 podía venir después del 405 y antes del 111. Desistí: no pude elucidar ninguna lógica que explicara la secuencia ―o la falta de secuencia―. Después comprendí que los números eran una simple identificación de la gestión individual, que bien podrían haber sido palabras al azar. Es decir: siempre y cuando hubiera pares de símbolos ―uno para marcar el trámite internamente, otro para entregárselo al gestor―, el sistema podría funcionar con cualquier signo.
Todo se veía sencillo. Sin embargo, una idea fue creciendo en mí, pensando en combinaciones y pares: imaginé que, en esa cueva de papeles y esperas, se celebraba ―o estaba a punto de celebrarse― un ritual siniestro. Un ritual del que yo era testigo y parte. Algo como lo que te podría pasar a vos ahora, mientras estás leyendo estas líneas.
No podía entenderlo claramente entonces, pero el temor crecía con los minutos. El llamado de mi número resultó un alivio: trascendía la mera tramitación a punto de cumplirse.
Gracias al volantazo de un colectivero que casi me aplasta al cruzar Santa Fe, olvidé rápidamente esas oscuras sospechas y regresé al trabajo.


2.278

Unas semanas después, me tocó volver a tramitar el apostillado. No sospechaba que en esa ocasión vería al viejo por primera vez… y que todo cambiaría para mí.
Seguí el procedimiento habitual. Y, mientras escuchaba la voz recitar el monótono poema matemático, volvió a mí la atmósfera de la vez anterior: pensé que habría sido más divertido si los pares fuesen complementarios en lugar de idénticos. Algo así como que el trámite se llamara Antonio… y se levantara alguien con el cartón “Cleopatra”. Y lo mismo con Borges y Kodama, o mejor con Borges y Bioy Casares... o con Mickey Mouse y Pluto. Pavadas, en suma.
Cuando me tocó buscar mis papeles, ahí fue que vi al viejo: estaba sentado en una fila contra la pared, en diagonal al mostrador y enfrentando al mayor grupo de sillas, justo detrás de una columna que hacía que el policía de plantón no pudiera verlo. No había nada fuera de lo común en su aspecto ni en su postura.
Lo que llamó mi atención fue el empaque juvenil, la precisión de sus manos: todos los viejos que había conocido hasta entonces temblaban, y en cambio él acariciaba su número lentamente, ejecutando un minúsculo concierto de violín.
Cuando pasé a su lado, levantó la cabeza y me miró con sus ojos como escombros.
―Buen día ―dije por reflejo, sin poder evitarlo: no habían sido en vano tantas indicaciones amorosas de mi madre, sus dedos engarfiados apretándome la nuca en las presentaciones sociales.
Él sonrió tímidamente y guardó su papel en un bolsillo del saco.
Creo que no fue coincidencia: el viejo esperaba a alguien o a algo… y se me ocurrió saludarlo justo a mí.


1.996

Volví días después: a un estampillado le faltaba una firma. Entregué mi documentación, memoricé el número y me lo guardé.
Cuando caminaba en busca de un asiento, volví a ver al viejo: ocupaba la misma posición.
Me miró. Levantó las cejas, y yo inconscientemente repetí el gesto, en espejo.
Si este empieza a hablar, pensé, no termina más.
Me senté dejando tres lugares vacíos para que no le quedaran dudas: este muchacho no quiere charla, abuelo.
Las cifras fueron sucediéndose, y quise convencerme de que su turno llegaría pronto.
Calculé que faltaba poco para que me devolvieran el trámite: no era un método exacto, pero había aprendido que cierto orden se respetaba. Así, los que anticipábamos la cercanía de nuestro turno nos sentábamos en el borde de la silla, en posición de a-sus-marcas-listos. O directamente nos íbamos acercando y acercando al mostrador. Y pienso que, con un poco más de suerte, yo habría escapado a mi destino.
El viejo no se movía de su puesto. No se incorporaba ni parecía seguir los números que resonaban en la sala. Recorría una y otra vez los bordes de su pequeño rectángulo. Lo giraba entre los dedos, abstraído.
Pasaron unas veinte personas, y el viejo seguía igual. Me dije: Espera cumplir con mucho más que un trámite. Trascendencia. Lo mismo habría estado esperando la primera vez que me lo crucé.
El viejo se contrajo en un quejido. Al principio creí que se reía, con una risa deformada que sonaba a motor que no arranca. Era un acceso de tos.
Recordé los ataques epilépticos de un primo mío. No sé por qué. Tal vez porque el viejo me parecía un nene extraviado.
Me acerqué para entender si se recuperaba o había que llamar al guardia.
Ya estábamos cara a cara, y él estiró los brazos como anclas, se prendió de mis solapas y me arrastró a su convulsión. Me salpicó su tos helada rompiéndole contra los dientes, con el aliento a mitos muertos que ya no deberían asustar a nadie.
Para no caer sobre él, estiré las piernas y trabé un brazo contra la pared atrás del asiento. La sala se me oscureció como en el inicio de un desmayo.
Me soltó y recuperó su posición, carraspeando más aliviado. Entrecruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Esto último que te escribo sucedió en un segundo, y la escena se completó con mi número sonando en los altoparlantes. Caminando hacia el mostrador, miré por última vez al viejo y creí ―o creo ahora― que sonrió con los ojos todavía cerrados. Saqué mi identificación, la intercambié por los papeles y salí a la calle.
Nada más pasó ese día, ni durante muchos días, que pudiera relacionar con el incidente del viejo. Hasta anteayer, cuando fui a buscar a la tintorería el saco, arruinado en aquel Festival del Esputo.
El japonés me entregó la prenda, sacó de un cajoncito un billete de dos pesos y un plástico descolorido: los objetos que yo había olvidado en los bolsillos. Entendí la procedencia del plástico. No había dudas: era un número de los que entregan en Cancillería, un identificador de apostillado. Todo coincidía: el peso, la forma, el tipo de material. Tengo buena memoria táctil, tal vez para compensar mi falta de vista. Eso sí: toda inscripción se había borrado.
Le pregunté al tintorero dónde lo había encontrado, y me señaló el bolsillo derecho del saco colgado en la percha de alambre.
De mi saco. Imposible.
―¿Está seguro?
El honorable inclinó la cabeza, mostrando la marca que el plástico había hecho en la tela al calentarse por la plancha. Creo que esperó que me enojara porque lo había blanqueado junto con la ropa, o porque había arruinado la prenda.
Pero yo no estaba con ánimo para discutir por bagatelas. Sólo pude pagar y salir del negocio sin pronunciar más palabras.
El número no era mío, era imposible que lo fuera: tendría que haber dejado algún trámite sin concluir para haberlo llevado encima.
Me lo había puesto él. El viejo.
¿Por qué?
Recordé el momento con detalle, me forcé a verlo. Sí, yo no lo imaginaba: lo estaba recordando perfectamente. Él me había deslizado en el saco, en ese aparatoso acto de prestidigitación, su cartoncito. Pero… ¿Por qué? ¿Para qué?
Caminé hasta el departamento. En la puerta, tuve que soltar el cuadrado blanco ―venía girándolo entre los dedos, sin darme cuenta de lo que hacía― para poder sacar la llave.
Antes de acostarme, no queriendo admitir lo inexplicable de lo sucedido, tiré a la basura el maldito número.


1.235

Desperté antes de que sonara la alarma del reloj: mis dedos acariciaban una superficie lisa y suave. Un espejo.
¿El cartón, que descansaba mudo sobre la almohada?
¡El cartón, que había resucitado, quien sabe cómo carajos, de su tumba del tacho! ¡Un cartón zombi!
Todo debía ser el resultado de una pesadilla que no podía recordar. Y como no hay aprensión, como no hay miedo que una buena rutina ―una aburrida rutina― no pueda disipar a fuerza de costumbre, salí para el trabajo.
Decidí ir caminando: si algo te enseña esta profesión, es que podés llegar caminando a cualquier lado.
Entre los edificios se colaba un cielo helado, que me provocó un escalofrío, como si alguien me ajustara los alambres que atraviesan los músculos y los nervios. En el camino a la oficina, me fui dando cuenta, hasta que la revelación se hizo súbita: en todo había una relación simétrica. Los números de los colectivos se repetían o se invertían: en una cuadra, el 38; en la siguiente, el 83. Si una señora le gritaba a su perro, en la otra esquina un perro le ladraba a un señor. Ese señor cargaba compras de verdulería, y un poco más allá un nene chupaba con fruición una naranja. Por detrás del pibe se besaba una pareja, sin dejar de caminar, con tal deleite que podría decirse que se saboreaban.
Necesitaba comentar con alguien lo que estaba sucediéndome. Junté a Marta y a los muchachos de Sistemas, gente seria por naturaleza. Ya te conté que Marta antes hacía este trabajo, se las vivió todas. Los de Sistemas me dijeron que, aun cuando yo tuviera razón y ese fuera el número del viejo, la cuestión no tenía ninguna importancia: pasa en todos lados que las personas dejan trámites sin concluir, olvidados en las oficinas de cientos de secretarías, hospitales, ministerios y registros civiles. Que estaba dándole demasiada trascendencia al asunto. Trascendencia. Y Marta, mientras, no decía nada.
Lo que yo había escuchado me resultaba razonable, pero me quedé pensando en todo el esfuerzo que el viejo había puesto. Esa tos, esa desesperación.
Volví a cruzarme con Marta después del almuerzo. Cuando nos encontramos solos, habló.
―Lo que vos tenés es un testimonio, pibe ―dijo frotando con la esponja un envase manchado con salsa.
―¿Un testimonio de qué?
―Un testimonio. Lo que te pasó el viejo, ese papelito que vos guardás ahí. ―Marta señaló mi pecho con su mentón―. Es como una posta. Tenés que pasárselo a otro antes de que se te acabe el tiempo.
―¿Qué tiempo? ¿Qué otro?
―Dame ―dijo, y yo le pasé el cuadrado―. Está blanqueado por fuera, pero eso no es lo importante. ―Marta todavía chorreaba un poco de espuma―. Vi una vez uno de estos, de lejos. Casi no me acordaba. Fijate.
Metió su uña en una esquina y empujó. Iba abriéndolo lentamente. Lo despanzurraba, mejor dicho. Aluciné que iba a chorrear algo de adentro, pero no: la piel se arqueó como un pez pudriéndose al sol. Marta terminó de separar el cuero. Lo hizo hacia adelante, solo para mis ojos, de manera que ella no pudiera ver lo que contenían las capas de plástico.
Había un número.
―¿Viste? ―me preguntó con los ojos bien abiertos.
―Hay un número.
―¡Exacto! Ese número es el tiempo que te queda para pasar el legado. Si no lo hacés dentro del plazo, te va a caer encima la Maldición de los Cadetes.
Se burlaba de mí, sin duda.
―Me estás jodiendo, Marta.
No. No me estaba jodiendo: la seriedad de su cara me contradecía.
―La eternidad en la sala de espera ―siguió diciendo―. Esperar para siempre en el lugar donde lo recibiste. Un viaje por avenida Rivadavia en un bondi que nunca llega a ningún destino. Algo así. La Maldición de los Cadetes.
―Pero es un número alto. Como el trescien...
―… ¡no! No digas nada, el número puede ser la cantidad de minutos o de días. No se sabe. Lo importante es que no esté en tus manos cuando se acabe el tiempo. El plazo, vos viste.
Dejó el plástico sobre la mesada mojada, y el pescadito terminó de plegarse sobre sí mismo. Si no hubiera sabido lo que contenía, habría jurado que era un bichito inocente.
Marta salió, y yo decidí volver a guardar el papel y dejar pasar el tiempo. ¿Pescados en la costa? ¿Viejos canallas y números malditos?
Recordé otra de las máximas del socio de la inmobiliaria: “Estupideces de empleados con demasiado tiempo para fantasear”.
Pensé en los muchachos de sistemas: gente sensata; debían tener razón.
Pero Marta también era una tipa sensata.


464

De nuevo en una sala de espera, pero esta vez de un hospital o algo por el estilo. Pasaba al consultorio. El médico me examinaba: me contaba los dedos y torcía la boca cuando comparaba las manos, mis manos, que yo veía a la distancia, en una película gastada. En la derecha faltaba un dedo, el más chico.
―Hay que emparejarlos ―me decía el tipo, y le gritaba a la enfermera, que entraba al instante con unas tijeras de podar.
Sin dudarlo, deslizaba el filo en la coyuntura del meñique izquierdo. Yo no podía mover un músculo. El pico de acero me quemó al cerrarse con un graznido seco.


Desperté.
Una línea blanca en las yemas testimoniaba la fuerza con que había oprimido el rectángulo entre los dedos.
Me vestí sin pensar qué estaba poniéndome y salí a la calle. Caminé de cara a la fría neblina.
Una pesadilla. Si pudiera escaparme y dejar todo atrás.


Otra vez en la sala de espera, otra vez en el frío subsuelo de Cancillería. Ahora en la butaca que había ocupado a su vez el viejo. En su camino al mostrador, un mensajero me golpeó con el casco. Ni me vio, creo.
El enorme reloj colgando en la pared marcaba las once y media. Habían pasado más de tres horas desde que salí de casa. Tres horas de las que sólo recordaba el filo plastificado mordiéndome los dedos romos. Sin uñas, no encontraba con qué palanquear entre las aletas para volver a separarlas. Lo logré con los dientes. Sabía a tripas. La cifra se había precipitado como una plomada en el agua. Pescado, estar pescado. Cazado. Entrampado.
Hui corriendo. El policía de la puerta ni me miró.


180

Seguí hasta la oficina sin disminuir el paso. Fui al encuentro de Marta.
―No entiendo ―le dije―. El número se achica.
―Es obvio. Es una cuenta regresiva. Creí que ya te lo había dicho, ¿no?
Me lo había dicho. Me lo había dicho, y yo no quise creerle.
―Está bien. Me lo dijiste. Pero ahora decime qué puedo hacer. Ayudame.
―Es fácil. Ya te lo dije. Creí que eras un poco más vivo, vos. Tenés que capturar la atención de alguien y pasarle el número, justo antes de que llegue a cero.
―¿Para qué?
―Para que la maldición se reinicie en otro. Así zafás.
Así zafó el viejo, pensé. Conmigo zafó: yo le recibí el legado.
Robé un block de hojas y una birome del escritorio de Marta. En el bar de la esquina, escribí esto como pude.


41

Lo que estoy haciendo está mal. Y seguramente no te lo merezcas. Qué sé yo. No sé. Te pido disculpas, si de algo sirve. No me queda más tiempo ahora. Ojalá que vos también encuentres una manera de pasar este legado.


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